Diciembre, ¿se acaba el mundo?: el síndrome del cometa Hall

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Jun 30, 2020   Bienestar

Diciembre es un mes clave. En él se resumen todas las actividades del año y se concentra todo el cansancio acumulado fruto del ritmo hiperkinético al que nos sometemos.

Ahora bien, para poder sostener estos embates del contexto y afrontar nuestras responsabilidades, activamos de manera regular nuestro maltratado eje endocrino y expulsamos a nuestro torrente sanguíneo una dosis de cortisol extra.

Entonces, cuando llegamos a diciembre, a esa recta final del año, en el preludio de las vacaciones festivas europeas y las veraniegas en otros países, sentimos en nuestro cuerpo las viejas contracturas que no fueron atendidas, vicios posturales y algunos síntomas del estrés como cierta intolerancia, susceptibilidad, enojos o malhumor, entre otras conductas.

De forma paralela a estos signos comportamentales, aparece una necesidad imperiosa de querer cumplir a raja tabla lo que fue la propuesta de algún proyecto que se terminó postergando o que dejamos de lado para dar prioridad a otros. Ni que hablar si lo procrastinamos por algo superficial o lo olvidamos…

Todo este panorama esta marcado por la ansiedad, a la que se le suma la culpa y la angustia consecuente por lo que deberíamos haber hecho y no hicimos. Diciembre está lleno de ansiedad.

Y así, eyectados por la tríada culpa-ansiedad-angustia, generamos una serie de pensamientos negativos que se reproducen como bacterias en un caldo de reproches: «debería haberlo hecho», «podría haberlo empezado…», «¡qué pensarán de mi que no cumplí!», «no soy bueno para hacerlo», «no tengo la capacidad…».

Lo que ocurre es que estos pensamientos afectan fuertemente a nuestra autoestima porque nos autodescalificamos progresivamente y si no paramos, somos capaces de reducirnos a la máxima expresión de villanos discapacitados, patitos feos y tristes o cenicientas vapuleadas por sus hermanastras.

Mujer con ansiedad

Los pendientes catastróficos

Ni que hablar si nos miramos en el espejo y a lo largo del año abusamos de hidratos de carbono y lípidos. Los chocolates invernales, las buenas cenas, los vinos, los helados cremosos se nos vienen intempestivamente a la mente cada vez que nos vemos en el espejo a la salida de la ducha.

A veces, rogamos que el espejo esté lo suficientemente empañado para no observarnos y otras veces, la toalla hace de las suya para ocultar la celulitis de las caderas o los abdómenes prominentes. En esta misma línea, nos olvidamos de la asistencia médica porque no tuvimos tiempo.

¡Uf! ¿y la psicoterapia? La negación durante el año nos funcionó bien: tapamos nuestros problemas con actividades, buscamos pequeñas distracciones, encontramos gratificaciones momentáneas, respuestas racionalizadoras o justificantes que estiraaaamos una y otra vez para solución a conflictos.

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Entre el listado de pendientes, se encuentra la charla con aquel amigo al que no nos atrevimos a decirle que fue lo nos molestó por miedo a destruir el vínculo afectivo o la conversación con aquella hermana a la que pretendíamos expresar muchas de las cosas que sentíamos y no llegamos a aclarar por temor a su reacción. Un gran número de comunicaciones que ensayamos y no llegaron a ocurrir. 

Diciembre se constituye como un mes de deudas personales. Proyectos incumplidos, tareas a medio camino sin terminar, conflictos sin resolver, postergación de análisis clínicos, relegación de caminar, correr, clases de gimnasio… Y así, nos transformamos en quejosos con críticas que dejan su huella en el balance del año porque los resultados siempre dan negativos.

Para muchos, diciembre es un mes de ansiedad y deudas personales.

La paradoja de una fuerza recóndita

Resurgiendo de las cenizas o del más profundo estiércol, ahí estamos nosotros: intentando recuperar el tiempo perdido. Intentando resumir en un mes lo que no hicimos en los once anteriores. Intentando, intentando e intentando.

Por ello, atiborramos nuestra pobre agenda de las actividades inconclusas con el afán de realizarlas todas, sí todas, y así es como ingresamos en el mundo diciémbrico, en la creencia de que el 31 de diciembre todo se acaba; como aquella creencia en la que el cometa Halley colisionaría con la tierra y la haría estallar en millones de partículas.

La evidencia de este supuesto tácito se expresa a través del lenguaje en nuestra frase de cabecera prototípica de esta época: «¡A ver si nos reunimos antes de fin de año!«, cuyo subtítulo dice: «veámonos porque después dejaremos de existir, no habrá 2020«.

Así, agendamos turnos con gastroenterólogos, colonoscopías, análisis ginecológicos con espéculo incluido, laboratorios clínicos y nos levantamos en ayunas con el frasquito con la primera orina de la mañana. Nos citamos con el psicólogo y en la primera sesión vomitamos una carga atragantada de dragones inelaborados que él aclara que será cuestión de tiempo, que es psicólogo, no el mago David Cooperfield.

Los gimnasios se llenan de nuevos inscriptos y los cuerpos se exhiben más desnudos en aquellos países en temporada veraniega. La propuesta de correr sin control, los ejercicios con aparatos o la bicicleta fija, todo cobra protagonismo para incrementar la musculatura y estar en buena forma en los 30 días de diciembre.

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Ahora bien, esta fórmula no reduce la ansiedad, todo lo contrario, la incrementa, ya que se parte de la tríada ansiedad-angustia-culpa y las actividades propuestas generan y estimulan más este terceto.

Además, a este panorama hay que sumarle las fiestas y la difícil pregunta de: «¿con quién las pasamos?». Una cuestión que pone sobre la palestra epicéntrica las disfuncionalidades familiares, las postergaciones de charlas aclaratorias resolvedoras de problemas intra o interfamiliares.

«Quiero pasarla con el tío Gustavo, pero esta peleado con mi suegro por un problema de dinero». «La tía Herminia viene sola, pero está viejita. ¿Quién la va a buscar?«. «Mis hermanas ni se hablan, ¿con quién de ellas pasamos el 24?«…

Se trata de una logística estratégica que demuestra el juego de cintura que hay que tener para salir airoso de las fiestas y que invita a la siguiente reflexión:

Si afirmábamos que estábamos tan bien con la familia… Las fiestas de fin de año muestras que ¿estábamos tan bien?

Cena de Navidad en diciembre

No todo está perdido

Al final de cuentas todo es una ilusión: el mundo sigue y sigue y las fechas son marcos referenciales socioculturales que nos organizan la vida mediante unas efemérides.

Tranquilízate. En 1910, el cometa Halley causó terror porque se pensó que estallaría contra la tierra; nada de eso sucedió y su paso es avistado desde el año 374 cada 70 años. Como la espinaca de Popeye que por un error en una publicidad -en la que se le agregó un cero de más en la proporción de hierro- nunca se pudo revertir la creencia de que la espinaca no tiene más hierro que una cebolla.

El fin de año es un ritual de fin de una etapa y de comienzo de otra. Y los rituales son importantes para arruinarlos con ansiedades, culpas y angustias.

Siempre hacemos un balance, pero debemos ser benévolos con nosotros mismos en los resultados. Hicimos lo que pudimos para sobrevivir en un medio tan entrópico y desordenado como nuestro contexto.

Siempre hay imprevistos, desafíos y actividades que nos gustan más y otras menos. La cuestión es que debemos valorarnos y valorar la vida, ratificar lo bien hecho y rectificar las postergaciones y equivocaciones haciendo modificaciones para el próximo ciclo.

Lo que vivimos es el resultado de nuestras acciones, emociones y reflexiones. Así construimos la realidad, la pena es que después la externalizamos y decimos: «esta es la vida que nos toca vivir«.

Te propongo cambiar la frase y asumir la responsabilidad: «esta es la vida que construyo«. Ser felices siempre será nuestro objetivo.

Por último, aprovecho y te deseo que construyas un 2020 feliz, buscando en tu cajón de recursos personales, la fuerza, la pasión y el respeto por la vida.